Los poetas Fernando Sabido Sánchez, Mariano Rivera Cross, Carlos Guerrero, Domingo Faílde y Dolors Alberola en Jerez de La Frontera (Cádiz), Primavera 2013

martes, 15 de noviembre de 2011

978.- GABRIEL ÁLVAREZ DE TOLEDO


Gabriel Álvarez de Toledo y Pellicer de Tovar (Sevilla, 15 de marzo de 1662 - Madrid, 17 de enero de 1714) fue un poeta, historiador y teólogo español.
De ascendencia portuguesa, fue un verdadero humanista, interesado en filosofía y filología. Conocía las lenguas clásicas, según parece también las semíticas y varias lenguas modernas, como el francés, el italiano y el alemán. Fue bibliotecario mayor del rey y oficial de la Secretaría de Estado.1 Perteneció a la Orden de Santiago y fue uno de los fundadores de la Real Academia Española. En su vida se distinguen dos periodos, uno profano -dedicado a las letras amenas- y otro religioso -absorbido por temas ascéticos, como en su sentencioso soneto La muerte es la vida-.
Sus obras poéticas aparecieron tras su muerte en Madrid en 1744, gracias a la preocupación de don Diego de Torres Villarroel, con el título Obras pósthumas poéticas, con la Burromaquia. Es este último un extenso poema de épica burlesca en romance heroico. También destacan las endechas A mi pensamiento, de tema místico, y los romances que forman la parte religiosa de su producción. En su poesía predomina completamente el culteranismo, dentro del cual utiliza complejas metáforas, y también el conceptismo.
Su Historia de la Iglesia y del mundo, desde su creación al diluvio (1713) hacía una interpretación del Génesis desde la teoría atomista, lo que suscitó la respuesta polémica de fray Francisco Polanco que bautizó como novatores a los partidarios de la modernización científica de España.





La muerte es la vida

Esto que vive en mí, por quien yo vivo,
es la mente inmortal, de Dios criada
para que en su principio transformada
anhele al fin de quien el ser recibo.

Mas del cuerpo mortal al peso esquivo
el alma en un letargo sepultada,
es mi ser en esfera limitada
de vil materia mísero cautivo.

En decreto infalible se prescribe
que al golpe justo que su lazo hiere
de la cadena terrenal me prive.

Luego con fácil conclusión se infiere
que muere el alma







Poetas Andaluces

ROMANCE A CRISTO CRUCIFICADO

De cuatro aceradas puntas
con cruda violencia roto,
vierte el divino cadáver
cuatro sangrientos arroyos.
Bárbara impiedad le ciñe
de espinas diadema tosco
en que le añade al tormento
nuevas puntas el oprobio.
En la esfera de su frente
la infame nube de abrojos
palideces de su bulto
inunda en licores rojos.
¡Oh coronas! ¡Oh laureles!
Venid a aprender el modo
de halagar como apreciables
hiriendo como injuriosos.
¿Es éste, es éste el semblante
en quien los ángeles todos,
con temblor reverentes,
fijan los sedientos ojos?
¿Éste, a cuyos sacros rayos
el serafín respetoso
en las abrasadas plumas
oculta trémulo el rostro?
¿Cómo, gran Sol de justicia,
sufres que en vuelo afrentoso
los vapores de la culpa
suban a empañar tu solio?
Pero quieres que deshechos
esos infieles estorbos,
subiendo a tu luz injuria,
bajen piedad a mi polvo;
Que mal el velo purpúreo
cela su oculto tesoro,
pues si le emboza en afrentas
le descubren los embozos.
¿Cómo, a pesar del tormento,
se ostenta el sagrado rostro
más divino en lo paciente
que antes se mostró en lo hermoso?
Vuelto hacia la tierra espera,
que al hombre, a sus voces sordo,
como enamorado busca
y busca como piadoso.
La sangre que sobra al pecho
ofrece inclinado el rostro,
que al amor sobran piedades
si falta crueldad al odio.
Desnudo el sagrado cuerpo,
sufre que el rencor rabioso
con dura irrisión le labre
nuevas cruces de sus ojos.
Ya de la ofrecida tierra
el racimo misterioso,
exploradores robados
muestran de la cruz los hombros.
La cándida vestidura,
teñida en el sacro mosto,
se queja de que ha pisado
el duro lagar él solo.
Yo veo que mis errores,
cuando a decirlos me postro,
a la voz de confesarlos
eco responde piadoso.






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