Los poetas Fernando Sabido Sánchez, Mariano Rivera Cross, Carlos Guerrero, Domingo Faílde y Dolors Alberola en Jerez de La Frontera (Cádiz), Primavera 2013

miércoles, 6 de junio de 2012

1349.- ANTONIO POLO




Antonio Polo González . San Fernando (Cádiz) 1957.  Ha publicado distintos trabajos: “Quince líneas” Ed. Tusquets, « Lavapiés » Ed. Ópera Prima; “La vida en Hermenauta” Ed. Ariadna, colaborador en varias revistas literarias: ”Cuadernos del matemático”,  “Luces y Sombras”, “Arena y Cal”, etc. Traducción del italiano “Odore dei racconti”  y “Los chicos de Vico Capriata” de Paolo Barsanti, 2006. Ha sido finalista en varios premios literarios: C. Cuentos Canal Isabel II, Madrid. 2001,  Premio Villa de Pasaia 2000, San Sebastián;  I Concurso de Relatos de Viaje de la Revista Cartográfica, Premio Encuentro Entre Dos Mundos, Geneve (Francia) 2000, Premio de Narrativa Géminis 1999, Aspe (Alicante); Villa Constitución 1998, Argentina; Certamen de Narrativa Nitecuento 2002, Barcelona; Premio Internacional de Poesía de Pedraza 2002, Segovia; II Premio Tilo Wenner de Poesía 2003, Argentina; Premio Constantí de Relatos de Viajes 2004, Tarragona; Concurso de Microrrelatos de la Comarca de Matarranya 2005, Teruel; Premio. XXI Premio Internacional de Poesía El Yantar de Pedraza 2006, Segovia. Constantí de Relato 2006 Historias de la Historia. Relatos "Perder a la familia" (2006) y "El frigorifico" (2007) en selección del Premio Patricia Sánchez Cuevas.






Del poemario "La pobreza de la lluvia"



La Iglesia

He oído una campana  que abarca el tañido de los armisticios,
he oído una campana en el cuadrilátero de los gallos sagrados del mercadillo,
en el estanque donde los peces se ocultan de un gato de obsidiana,
en la picana que un día fue mastelero de pendones y otro patíbulo atrabiliario.
Oímos las campanas, como oímos el agua del arroyo,
como oímos los pasos inquietos del peregrino al preguntar sin detenerse,
el bullicio de la plaza un domingo, el crujir del fuego en las tahonas,
al monaguillo correteando por la sacristía para azuzar el ingrávido incensario,
las campanas y los sonidos de la reforma, el discurso del ácrata,
el nihilismo del viejo impresor que enarca una ceja sorprendido ante los cuartos,
y el grávido aleteo de la cigüeña que no se acostumbra a la dolosa llamada de los bronces.

Y en medio de este entreacto universal y cotidiano se erige la iglesia,
alzadas sus piedras sobre un mar de piedra que quedamente va caldeando el día.
Entonces oigo la campana y cae otro bolardo como en un péndulo de Focault,
oigo  la risa fresca del mercader que al angelus vendió ya sus limones,
mientras se recogen a su sombra el ácrata y el impresor,
la mujer de tules negros a cuyo lado un hombre triste fuma descreído,
el charlatán impenitente cuyo sonsonete se pierde en el refectorio,
el coro infantil que se disuelve entre tafetanes y canicas,
el alcalde, el maestro, la boticaria y un soldado de permiso.
Después la iglesia da un paso atrás, se cierra bajo la balumba de los campaniles,
finge diluirse, como si se hiciera translúcida, como si no constase.
Luego se postula rebosante,  vuelven a sonar las campanas,
vuelven las rosquillas  con anís, la misa de ocho, la mujer de tules negros
y un tedeum que anda buscando definitivamente un dueño.






La pobreza de la lluvia

Un arcón nazarí abandonado entre los olivos, el tornado blanco una cabeza romana entre las cráteras vacías de Mesina, el fondo cuarteado de las charcas.

A veces ocurre que el maná llega del cielo y los pájaros dejan trazos húmedos en las sombras. A veces la lluvia se presenta con su corte de harapos: un gesto esquivo, cien días contados en las gotas de una clepsidra,  el aire ocre mientras tanto.

Todo cabe en un cielo abigarrado, las alondras, la silvina, el esparto,  los lances de las mañanas en una plaza de Siena. Luego te miras las manos cuarteadas por la sal, el mazapán de sudor sobre la espalda, la desolación que nunca cesa al mediodía.

No es cierto que los príncipes sean infalibles, ni que en las charcas los héroes descubran talones de cristal. Solo sabemos de la manumisión de las aguas, del polvo que blanquea los olivos, de los sifones tardíos del despilfarro.





Oasis

Desde el cabello a la boca, los soles glaucos y el tsunami de tus dientes. Desde la escápula de los hombros, las cumbres romas de tus pechos. Desde los hombros a tu vientre, la laguna estigia del ombligo. Y desde las caderas, un salto de agua sobre la cascada de tus piernas. Solo al final, entre las sombras, hallé la hierba fresca que circundaba tus tobillos.







La casa cerrada

A Lautaro Chavez por su plática

Entonces fue Neruda. Fue el eco
de la caracola arrumándose, el sol
de trementina sobre el pecho
del navío, los libros salvados
de la quema.

Fueron los rayos taimados, la tormenta
que nunca cesa a barlovento, las cartas
amontonadas del zaguán, el gramófono
comunista del cartero. Fue la discusión
de los gatos dispuntándose
un ovillo, el soneto
de unos helechos más al Sur, los senos
de madera en los que acaso navegué.

Entonces fue Neruda. Fue la casa
reventada a taconazos, los sables
que cercenaron una estrofa, el desafuero
de las persianas bajo el sol, el ancho
espacio de la abulia. Fueron los caballitos
cromáticos de tus dedos, la caricia
de un vals sobre mis hombros, la negra
isla  de tus ojos australes.

Entonces fue Neruda. Fueron los salares
de Antofagasta, la capitanía
rotunda de sus versos. Fue la claridad
de tu risa en medio de septiembre, el desabrido
camarote del salón, el café de guardia
frente al rizado horizonte de la espuma.
Fue la casa y su lúcido
olor a algas frescas, la estrella de madera
hincada en el jardín, el desbordado
alboroto de los anaqueles, el doloso
embuste de las nasas.

Entonces fue Neruda. Fue la piedra
volcánica moliéndose en la playa, el mascarón
aventajado en la cancela, la cisterna
negra del acantilado. Fue tu marcha
inesperada aquella tarde, los gritos
ahogados de los desaparecidos, las desalentadas
caracolas de Valparaíso.

Entonces fue Neruda.  Fue la diáspora
cobriza del minero, el nostálgico
obsequio de la arepa. Fueron los años
de exilio, la navaja del barbero
sobre el calendario, la amarga sensación
de estar tan lejos.

Entonces fue Neruda, el último,
el que nos abrió la casa.






MARINERO DE LA VERA

(A mi padre.
¡Que nunca deje de navegar!)

Trujillo 1944, mi padre espera la pleamar con una maleta de cartón.
Detenido frente a la estatua de Pizarro,
insta a acompañarlo a una playa mágica del Jerte.
Después abre los ojos y busca al que custodia
la puerta arcada de un cuartel en el Ferrol,
al que le enseñará el secreto de los cabos y las maromas,
al vigía de los faros que iluminaron sus quimeras,
al arrestado sobre un mástil que olvidó la contraseña,
a los pañoleros que custodian las velas de mesana,
al que se enamoró de un mascarón de proa en Buenos Aires,
a los tatuados cuyos antebrazos esconden siempre logaritmos,
a los marineros que lanzan al aire sus lepantos por las tardes,
a la adiestrada tropa que baldea la cubierta gris de los navíos,
a los neófitos y sus daguerrotipos con vírgenes de secano,
al tahúr que se juega el alma al otro lado de la dársena;
las redes amontonadas sobre los bolardos del puerto,
la media luna que acosa los pilares del Puente de las Pías,
a la meretriz hambrienta apoyada sobre un pañol de Infantería,
el gallardete añil tremolando en el mastelero de una fragata,
la lluvia que amenaza la retreta en el Cuarto de Banderas,
el desfile con su deslucida columna de inhábiles,
la oración que su madre le cosió bajo el forro de la chaqueta,
el escapulario de trapo negro manchado de pimentón,
el trozo de una vasija sagrada de Mérida,
y los restos de la carta esférica con la que siempre recordó a Galileo.
Madrid 1997, mi padre fondea por una bahía de cerezos blancos
mientras yo descubro la estrella Polar en una habitación del Hospital del Aire.





MANIFIESTO PARA UN SUEÑO DEMOCRÁTICO DEL AGUA

Que las aguas circulen libremente
y Heráclito se bañe en un río distinto cada día.

Que los aljibes tengan un cráter en la Luna
para regar los parques solo a medianoche.

Que los arroyos descansen en el remando de los meandros
y el Amazonas tenga la condición de una divinidad antigua.

Que se mantenga el idilio de los deltas
con las aguas fronterizas de las desembocaduras.

Que los neveros sean la pila bautismal de las cataratas
y bañarse desnudo sea tan solo un acto de contrición.

Que dejen desandar el camino a todos los salmones.

Que las lagunas nos hagan invulnerables a la altura del corazón,
y dejemos que Aquiles se arranque una flecha de fresno.








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