Los poetas Fernando Sabido Sánchez, Mariano Rivera Cross, Carlos Guerrero, Domingo Faílde y Dolors Alberola en Jerez de La Frontera (Cádiz), Primavera 2013

miércoles, 27 de marzo de 2013

ANTONIO ALCALDE Y VALLADARES [1.523]



Antonio Alcalde y Valladares

Escritor, nacido en Baena, CÓRDOBA en 1828.

Publica sus primeros versos siendo estudiante. Colabora en numerosos periódicos, entre ellos El Guadalete, Diario de Córdoba y La Alborada.

Fue redactor de La Crónica, El Sereno y la Aurora, y dirigió algún tiempo El Oriente y La Integridad de la Patria. Llegó a obtener más de cien premios literarios y no desdeñó ninguno de los géneros.

Entre sus obras se encuentra una novela: Don Álvaro de Aguilar (1868); varios tomos de poesía, entre otros, Flores del Guadalquivir (1872), Hojas de Laurel (1882) y La fuente del olvido (1884); un volumen de Tradiciones de Córdoba y su provincia (1883) y varias obras de teatro.

Destacó principalmente como dramaturgo, con obras como Los hermanos Bañuelos, escrita de manera conjunta con Teodomiro Ramírez de Arellano.

Falleció en Madrid en 1894.

Obra

Prosa

1868. Don Álvaro de Aguilar
1883. Tradiciones de Córdoba y su provincia

Poesía

1872. Flores del Guadalquivir
1882. Hojas de Laurel
1884. La fuente del olvido
La Romería de San Álvaro de Córdoba

Teatro

Una tumba y una flor
El grito de la Independencia
Don Alonso de Aguilar
Quiero dinero
Ordeno y mando
Los celos de mi mujer
Los hermanos Bañuelos



A ellas

   Como se ven por el cristal del río  
los granos de sus límpidas arenas,  
como se ven también las azucenas  
a través de las gotas de rocío;  

   como en las noches del quemado estío   
tras de las nubes blancas y serenas  
se ve la luna, ¡cual las almas buenas  
se ven detrás de su dolor impío!;  

   como por medio a la verdad se mira  
la fe del corazón, que sin enojos  
en el fulgor de la virtud se inspira,  

   así quisiera en mi aparente calma,  
a través de las niñas de tus ojos  
mirar los sentimientos de tu alma.  



A una niña muerta

   Al venir a este valle de sonrojos,  
en dicha estéril, en dolor fecundo,  
sentiste en tu suspiro moribundo  
punzarte el aguijón de sus abrojos.  

   Ni una sonrisa de tus labios rojos   
pude escaparse en tu pesar profundo,  
y al llegar a las puertas de este mundo  
cerraste con desdén los tristes ojos.  

   Pasaste como estrella desgajada  
que, fugaz por la atmósfera cruzando, 
va a perderse en la bóveda azulada.  

   Y es que dijiste, en tu dolor pensando:  
-Para siempre volver quiero a la nada,  
que no nacer para vivir llorando.  



LA FUENTE DEL OLVIDO


CANTO I.
UN BESO Y UNA PROMESA.

Muere la tarde: triste centellea
del moribundo sol la última lumbre
que se pierde en la torre de la aldea
y de sus cerros en la verde cumbre:
la luna que blanquea
con su pálida luz los olivares,
se extiende vagarosa
como nube de incienso en los altares,
como niebla fugaz sobre la rosa.

Refléjase el rocío
sobre las flores que el fulgor delata
y entre el silencio murmurando el río
vese brillar cual cinturón de plata.
El viento en la arboleda
silba á veces, llevando por trofeo
la seca rama que á su impulso rueda
acallando el armónico gorjeo
del triste ruiseñor en la alameda.

Las brisas que suaves 
que en límpidos raudales
á las puertas del pueblo mansamente
murmura entre azucenas y rosales,
sentada en una piedra
y acostada en un árbol pensativa,
como si fuera trepadora hiedra
que abrazada con él su savia liba,
una mujer solloza
como á quien fuego de dolor interno
el alma le destroza.

Sostiene entre sus manos,
como emblema quizás de amor eterno,
una rosa que el verla le embelesa,
y en los delirios de su amor, insanos,
con toda la efusión del alma besa.
Era blanca su tez como la nieve,
de boca nacarada y garzos ojos,
de talle esbelto, de cintura breve,
de hermosas formas y de labios rojos.

Su pecho de topacio
lo acariciaba con sus trenzas rubias,
que eran rayos de sol que del espacio
caen en la tierra al convertirse en lluvias.
Su vista candorosa,
que revela sus años y su orgullo,
como revela antes de abrir la rosa
la severa virtud de su capullo,
fija en la flor aquella
y en el manso murmurio de la fuente,
cuando al casto placer de su querella
le parece sentir la alegre huella
del santo amor que en sus entrañas siente. 

Del tosco asiento se levanta aprisa
pareciendo su cuerpo que cimbrea
palmera acariciada por la brisa.
Inquieta la mirada
gira en torno, con ansia la pasea,
mientras que besa de la flor el tallo,
cuando escucha sonar en la enramada
el vago trote de veloz caballo
que le hizo estremecerse alborozada.

— ¡Es Arturo! exclamó. ¡Mi Arturo es ése!
y adelantóse á verle en su carrera
sin que én el pecho de latir le cese
el corazón que el entusiasmo altera.

— ¡Es mi amor! repitió, mientras que para
el caballo á sus pies de espuma lleno,
que al conocer su encantadora cara
alza el cuello á la vez que tasca el freno.

Arturo dejó el corcel,
y entre la mutua sorpresa
sonaron entre ella y él
un beso y una promesa. 



CANTO II.
EL JURAMENTO.

—Arturo, con cuánto afán
te esperaba en estos días
que tristes pasados van:
pregúntale, capitán,
á Dios por mis agonías. 

—¿Por qué tu pecho tan puro,
tu frente tan seductora,
ven el porvenir oscuro?
¿Tu corazón por qué llora
cuando eres el bien de Arturo?

—Mi corazón sólo encierra
hondas penas que le envuelven
como la noche á la tierra.
¡Se van tantos á la guerra
que luego, Arturo, no vuelven!

—No temas por mí, hija mía,
no temas rompa estos lazos
mañana la muerte impía,
que si yo muero algún día
moriré, Elena, en tus brazos.

—Arturo, quizás herida
en mi esperanza me siento,
y una vez ésta perdida
no sé qué presentimiento
viene á amargarme la vida.
De dudas acaso lleno
ignoro qué ensueño tuve
que no te encontré tan bueno.
¿No has visto el cielo sereno
cuando lo empaña una nube?

—Elena, vén y no llores;
alza tus ojos risueños
de las hojas de esas flores
y mira que mis amores
son más grandes que tus sueños.
¿Quién la esperanza te quita
y lleva á tu fe la pena
y tus venturas marchita 
cuando sólo por tí, Elena,
este corazón palpita?
Tú serás en mi camino
la luz que siempre recuerde
cual gloria de mi destino,
como recuerdo divino
que nunca el alma lo pierde.

—Un dolor fiero y extraño
me hiere aquí en lo profundo
que hace á mi cariño daño.
¿Sabes tú si paga el mundo
el amor con desengaño?

—Virgen del alma, no llores,
¡qué valen sueños ni arcanos
con la fe de mis amores
que es más pura que esas flores
que viven entre tus manos!
De rodillas , alma pura,
y admirando tu candor
que siempre fué mi ventura,
Arturo, Elena, te jura
que eres su gloria y su amor.
Al eco del juramento
de amor que en sus almas arde
la campana del convento
tocaba en tañido lento
á la oración de la tarde.

Al sonoro rumor de la campana
y de la blanca luna á los reflejos
se oyó la voz de la oración lejana
y un jinete escapar se. vio á lo lejos. 

La niña entonces con el llanto impreso
en su rostro de virgen angustiado
dijo alzándolo á Dios:

—¡Me ha dado un beso!
Díme, Dios de bondad, ¿habré pecado? 



CANTO III
UNA ROSA DE AMOR


Sobre la piedra aquella de la fuente
que baña en su desmayo
al declinar el sol en Occidente
y perderse con él su último rayo,
Elena está sentada,
cual reina de la noche que preside
la bóveda de estrellas coronada,
y fija siempre en el vecino monte,
que parece un fantasma que divide
el mundo, la ilusión y el horizonte,
en su mente revuelve, ansiosa, inquieta,
las palabras de amor conque su Arturo
la dio la rosa que en su mano aprieta
como recuerdo de su bien futuro;
la mirada fijó con desatino
en las huertas que enfrente contemplaba
sin que viese llegar por el camino
aquel amor conque su amor soñaba.

— ¡Pobre Arturo! exclamó ¡cuánto me adora!
Con su penacho grana
volaba en su caballo en esta hora
en busca de mi amor... Quizás mañana
azares de la guerra 
si la muerte no nubla sus albores
lo vuelvan á esta tierra,
edén de mis amores.—

Y la niña lloraba de amargura
en tanto que besaba
de aquella rosa la corola pura
que en su mano blanquísima apretaba.

—Esta rosa, decía,
que es gloria y es martirio
y reflejo de pena y alegría,
es la ofrenda de amor de su delirio.—
Y llorando otra vez dijo anhelante:

—¿Por qué ha de perseguir la horrible guerra
siempre la fe de la mujer amante
ó el amor maternal sobre la tierra? —
Y al recordar de Arturo el juramento,
llama de amor en sus pupilas arde,
que le recuerda el rezo del convento
que oyó también al declinar la tarde.

Seis noches oyó aquel rezo
que su pensamiento arredra
sentada sobre la piedra
y echada sobre el almezo.
Ve las flores sin cogerlas
é hincándose de rodillas
siente abrasar sus mejillas
dos lágrimas como perlas.
Y fijándose en el templo,
dijo con santa inquietud:

—Quiero tome mi virtud
de esas vírgenes ejemplo. —
Mas absorta en su delirio 
vino el recuerdo á su mente
de amor, cuando oyó la fuente
correr para su martirio.

—¿En dónde estará? exclamó,
cuando me olvidó no vive,
¡un mes y Arturo no escribe!...
¡ay! ¡en la guerra murió!—

Y al pensar su amor deshecho
al rigor de muerte impía
guardó la rosa que un día
le dio su amante en el pecho.

Mas en la loca avidez
de su pasión amorosa,
volvió á sus manos la rosa
para mirarla otra vez.

Y dejando en ella impreso
todo el pesar que la envuelve,
la dijo:—A mi pecho vuelve,
llevando mi último beso. 




CANTO IV
LA ÚLTIMA CARTA.


Pasó un dia y otro día,
la niña no fué á la fuente;
estaba enferma y la gente
su suerte compadecía.
Nadie su virtud dudaba,
mas la envidia no escasea
y todo el mundo en la aldea
de la niña murmuraba.

Unos decían:

—Lo cierto es que la ha dejado él, —

y otros:

—Es que el coronel
en la última acción ha muerto.—

Hasta persona que pasa
por bien enterada explica
que casó con una rica
porque lo curó en su casa.

Por fin á los rayos bellos
del sol salió tan hermosa
y pálida cual la rosa
que adornaba sus cabellos.

Mas su hermosura no impone,
y aparecen sus mejillas
descarnadas y amarillas
como la tisis las pone.

Sentóse junto á la fuente,
corrió el llanto de sus ojos,
y blancos sus labios rojos
leyeron pausadamente:

"Elena del alma mía,
esta carta de dolor
es un suspiro de amor
que el desengaño te envía.

Al herir tu corazón
que horribles penas oprimen,
conozco que por mi crimen
merezco tu execración.

Tal vez podrás poco á poco
cicatrizar esta herida,
mientras yo seré en mi vida
sólo la sombra de un loco.

En la cruel agonía
de un corazón trizas hecho; 
falta valor á mi pecho
para matarte, hija mía.

Entre mi eterno pesar
un voto cumplí ante Dios
y ayer puse entre los dos
una mujer y un altar.

En un combate empeñado
caí con mortal herida
y ella me salvó la vida
y yo su honor he salvado.

Nuestras almas desunidas
en la soledad parecen
sombras que se desvanecen
como ilusiones perdidas.

Yo si no he muerto en la guerra
vivo ya en el ataúd
y tú eres con tu virtud
un ángel sobre la tierra.

Mi vida sobre este suelo
sin calma, entre abrojos rueda;
para tí, niña, te queda
la paz de un ángel, el cielo.

Quiero que me compadezcas
porque morir no he sabido:
olvídame: mas te pido
por Dios, que no me aborrezcas.

Y si en tus ensueños zumba
la voz de un alma traidora,
es Arturo que te llora
desde el fondo de su tumba.»

Al tocar el desencanto
de aquella ilusión primera
ni una exclamación siquiera 
dejóle exhalar el llanto.

Viendo el porvenir deshecho
y todo su bien perdido,
sintió el corazón partido
como un cristal en el pecho.

Por fin en aquel retiro
llorando con desconsuelo
alzó los ojos al cielo
al exhalar un suspiro.

Y convulsiva y demente
con la mano temblorosa
sacó del pecho la rosa
arrojándola á la fuente ,
diciendo: 

— Ya que le pierdo,
como se pierde la gloria,
que muera con su memoria
hasta el último recuerdo.

Triste, llorosa, sin amor ni vida,
con lento paso, como sombra vana,
de rodillas cayóse estremecida
ante el templo al vibrar de la campana. 




CANTO V.
DELIRIOS DE AMOR.


Volvió con su verdor la primavera
ostentando de nuevo ricas galas
y volvieron al bosque y la pradera
las tiernas aves á tender sus alas.

Las nubes indecisas 
pasaban sacudidas por el viento
y arrulladas á un tiempo por las brisas
que las rizaban con su manso aliento.

El prado de colores
matizado, se torna de improviso
en suave alfombra de lozanas flores
que iluminan los mismos resplandores
que llenan de esplendor el Paraíso.

Elena en su tristeza,
muerto su corazón, secos sus ojos,
miraba con dolor tanta grandeza,
sin desear siquiera en sus antojos
las flores que galanas
en tiempos que vivió sin amargura
regaba en sus ventanas
como sueño feliz de su ventura.

Los recuerdos pasaban por su mente
envueltos en el frío
que iba del alma á congelar su frente;
y así como desmaya
el sol cuando se pierde en el vacío
para morir en escondida playa,
atado entre cadenas,
que forjan el dolor y las congojas,
su corazón se arrastra por sus penas
como el sauce se arrastra por sus hojas.

En medio de su vago parasismo,
hijo del desaliento
que acusaba cruel escepticismo,
miró de pronto al viento
una planta mecer que dulcemente
ostentaba su flor de encantos llena
nacida entre las grietas de la fuente 
como nace el placer junto á la pena.

— ¡Gran Dios, esa es la rosa
que dióme Arturo enamorado un día;
yo la arrojé á la fuente, y más hermosa
ha brotado insultando mi agonía!
Ella fué ayer felicidad suprema,
símbolo santo de mi amor primero,
y hoy es tan sólo aborrecido emblema
de mi destino fiero.—

E inclinándose en medio á sus congojas,
cansada y débil, extendió los brazos,
cortó la flor y la arrancó las hojas
arrojándola al agua hecha pedazos.

Y llorando de pena y sentimiento
poco á poco se fué para la aldea
oyendo el canto religioso y lento
al son de la campana que voltea.

Un mes pasó cuando al morir el día
envuelto en los aromas
que hermoso mayo entre su manto envía,
blanquísimas palomas
nublando acaso el esplendor del cielo,
dejaban la colina
para en la fuente detener el vuelo
y beber su corriente cristalina.

Elena recostada
junto al árbol que tiene de costumbre
sin fijar en el mundo su mirada
devoraba su triste pesadumbre.

Al fin, como esperanza que se cierra
al contemplar el porvenir incierto,
— ¡Qué triste es el vivir sobre la tierra, 
dijo, teniendo el corazón ya muerto!
Cuando en la lucha terrenal vencido
ve el pecho rotas sus mejores galas
llegando á parecer ángel caído
que en el combate hasta perdió sus alas,
¿de qué nos sirve la azarosa vida
y tanto caminar, si no podemos
más que llorar nuestra ilusión perdida?
¿si al fin, como Moisés, nunca debemos
llegar á nuestra tierra prometida ?
Mas al tender la vista en sus antojos
para mirar de nuevo los lugares
que ven ya siempre con dolor sus ojos,
brotar de los pilares
que sostienen la fuente misteriosa,
miró otra vez su corazón helado
aquella blanca rosa
recuerdo funeral de su pasado.

—¡Ella! ¡la rosa, por do quiera la hallo!
exclamó balbuciente,
y la flor arrancando de su tallo
hecha pedazos la arrojó á la fuente.

Ciega, demente, en confusión insana
corrió desatentada, sin aliento,
sin escuchar la voz de la campana
ni el rezo que sonaba en el convento.

Sólo, al pasar, en su dolor profundo
dijo, temiendo que su pecho estalle:

—Yo no puedo vivir en este valle...
que es un valle de lágrimas el mundo. 



CANTO VI
LA CONFESIÓN.


Apenas la campana de la aldea
saludando la luz de la mañana
sobre la torre secular voltea,
las puertas del convento,
símbolo santo de la fe cristiana,
se abrieron al creyente
que llevando en el alma el sentimiento
rezando entraba con humilde frente.

Allá junto al Sagrario
el cura en el final de su carrera
rezaba en su bendito breviario
ante una vela de amarilla cera.

De pronto la lectura
deja apartando los cansados ojos
del libro en que cifraba su ventura,
y á los vagos reflejos
de aquella luz, en su estupor divisa
venir allá á lo lejos
una mujer que se acercaba aprisa.

El padre cura á la costumbre atento
en su interior se dijo:

—Esta viene á pedir el sacramento
para el padre, el hermano ó algún hijo.

— ¡Padre, padre! gritóle con el llanto
comprimidos los ojos;
dadme un consuelo en mi infeliz quebranto
y la pobre mujer cayó de hinojos,
y en medio á su amargura 
regaba con sus lágrimas ardientes
los pies del pobre cura.

El venerable anciano,
que llevaba la edad noble y tranquilo,
—Vén, niña, dijo , y le cogió la mano,
que aquí tendrás en tu dolor asilo.

—Yo , padre, necesito la indulgencia
de Dios, al que he ofendido,
porque llora afligida mi conciencia
una dicha sin fin que ya he perdido.

—¿Yeso, niña, te inquieta?,—Es que yo amaba
como se ama á la edad de quince años
y siempre que soñaba
soñaba yo un edén sin desengaños.

— En buena parte quiso
poner sus esperanzas tu conciencia,
¿no sabes que en el mismo Paraíso
perdieron nuestros padres la inocencia?
La vida ¡ay! hija mía,
es un Calvario eterno de pesares,
una lucha cruel con la agonía;
mas siempre encontrarás en los altares
dulces consuelos que el Señor envía.

—El hombre que yo amaba, en otros brazos
buscó el amor que en el altar empieza,
haciendo así mi corazón pedazos.

—Pues yo le hago pedazos la cabeza.

— Aquel amor querido
quise enterrar bajo la inmensa losa
que el mundo llama olvido;
mas él me dio una rosa
como una ofrenda de su amor ardiente,
y siempre que olvidar quiero á mi amante 
voy sin querer á la maldita fuente
que me pone la flor siempre delante.

—No vayas á la fuente que te ofusca,
troncha esa flor que tu quietud deshace.

—Si esa fuente parece que me busca
y esa flor si la arranco otra vez nace.

—Acaso te atormenta
triste visión que te robó la calma...
tu mano siento arder calenturienta...

—Me hiere el corazón, me mata el alma.

—No llores, niña, ¿para qué te apuras?
dijo el anciano con ferviente anhelo;
Dios por mi boca te dará venturas,
porque en la tierra represento al cielo.
Si no existieran en el mundo amores
ni celos ni falsías,
estábamos demás los confesores
y viéramos las cárceles vacías.

—Sabed, padre del alma... con vergüenza
os juro, lo confieso...
pero es preciso que ante vos me venza...

—¿Qué pasó? ¿Qué pasó?—Que me dio un beso.

—No es mal amante quien así comienza.

—¿Tendré perdón por eso?

—Sí, hija mía,
Dios es grande, inmortal, y la corona
en tu frente pondrá...

—¡Cuánta alegría!
¿Conque Dios me perdona?

—Tú llevas en tu frente la inocencia
y ese Dios que contemplas Uno y Trino
es el Dios que te acoge en su clemencia
y te infunde su espíritu divino.

—¿Conque podré esperar?

—Si te arrepientes
estará Dios contigo.

— ¡Ay! sí, por eso 
me arrepiento, Señor. 

— Si así lo sientes
el beso borrarás con otro beso.
Siempre que escuches al morir la tarde
el toque á la oración de esa campana
y sientas, niña, que en tus ojos arde
el santo fuego de la fe cristiana,
entra en el templo que jamás se cierra
á la virtud que en nuestro ser palpita,
llégate á Dios con la rodilla en tierra
y besa el tronco de su cruz bendita.

Y si ante el rezo que en sus naves zumba
que á aquellas santas vírgenes inflama,
se cierra el claustro como eterna tumba,
no te vuelvas atrás, que Dios te llama.
Le echó la bendición mientras serena
su santo corazón lleno de abrojos;
y el anciano pastor en su honda pena,
— ¡Es tan hermosa, dijo, como buena!
y enjugóse una lágrima en sus ojos.





CANTO VII
LA FUENTE DEL OLVIDO.

Llegó la tarde siguiente
y pálida y pensativa
sin saber adonde iba
la niña llegó á la fuente.
Que aunque á veces se rechacen
esos recuerdos que hieren,
las memorias siempre quieren 
morir donde mismo nacen.

Alzó en su indiferentismo
la vista en vaga tristeza
como la que á ver empieza
el sueño de su idealismo.

Y al fijarse en la pilastra
de aquella importuna fuente
que el cristal de su corriente
hasta sus pies casi arrastra,
Halló su pesar escrito
en ella: la blanca rosa
flotaba en el viento hermosa
cual mancha de su delito.

Vertiginosa, frenética,
ni la rosa la arrancó,
y en vez de llorar lanzó
una carcajada histérica.
Al mismo tiempo oyó el son
de aquellas tristes campanas
llamar las almas cristianas
para rezar la oración.

Atraída por el tañido
se fué á la iglesia corriendo
en su corazón diciendo:

—Ahora verán si lo olvido.

Y como obediente al fallo
de su conciencia entró en ella,
mientras que sintió la huella
como al trotar de un caballo.

Iba el corcel en la pista
y gritaba un militar,
y ella siguió hasta el altar
pero sin volver la vista. 

El, tras de su amor quizás
quiso entrar, mas lo atajaron
las puertas que se cerraron
para no abrirse jamás.


Desde entonces es sabido
que aquella sencilla gente
sólo conoce esta fuente
por la Fuente del Olvido. 






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