Los poetas Fernando Sabido Sánchez, Mariano Rivera Cross, Carlos Guerrero, Domingo Faílde y Dolors Alberola en Jerez de La Frontera (Cádiz), Primavera 2013

sábado, 14 de septiembre de 2013

1794.- RAFAEL BALSERA DEL PINO


Rafael Balsera del Pino

Rafael Balsera del Pino, nace en Córdoba en 1923 y fallece en la misma ciudad el 14 de febrero de 2008.

Maestro y dramaturgo.

Biografía

En sus estudios primarios tuvo la influencia del olvidado maestro nacional don Modoaldo Garrido Díez de profundas raíces intelectuales, repúblicas y sociales. Revalidado el bachillerato universitario, cursa estudios de Magisterio e inicia los de Filosofía y Letras.

En 1945 ejerce como profesor en la Escuela Normal de Córdoba, donde imparte las asignaturas de Pedagogía e Historia de la Pedagogía. Posteriormente en 1950 comienza su labor pedagógica como maestro donde tendrá varios destinos, entre ellos Montemayor y en las Escuelas Unitarias en Córdoba, de la calle Montero o la de la barriada del Zumbacón. Tras varias convocatorias de oposiciones dentro del Magisterio, pasa en 1962 a Montilla donde dirigirá la Campaña de Alfabetización de Adultos, será en 1965 cuando regrese definitivamente a Córdoba como director del Grupo Escolar Nuestra Señora de Linares, puesto que ocupará hasta su jubilación.

En 1980 le fue concedida la Cruz de Alfonso X el Sabio por sus méritos en la enseñanza.

Las condiciones de pobreza y marginación en que vivían los alumnos del Zumbacón tendrán para él una influencia decisiva para optar por un compromiso social y para su trayectoria profesional. Igualmente su larga vida como maestro influyó y dejó huella perenne en varias generaciones de alumnos y profesionales del magisterio.

Rafael Balsera fue una persona que formó parte de la oposición intelectual al franquismo, integrado entre otros grupos al Círculo Cultural Juan XXIII y colaborador del Seminario de Sociología e Higiene Social dirigido por Carlos Castilla del Pino.

Como dramaturgo comienza su trayectoria al ser miembro fundador de la Sociedad de Conciertos y del TEU, donde montó y codirigió obras de Graham Green, Albert Camus o Alfonso Sastre, entre otros. Queda truncada esta carrera como escritor dramático en 1959 al serle censurada su obra cumbre “Ágora silenciosa” que le será reconocida en 1986 mediante su publicación y puesta en escena en 1995 en el Gran Teatro de Córdoba.

Al año de su muerte, marzo de 2009, se le rindió un homenaje en el Gran Teatro, presentado por Pedro Roso, interviniendo Julio Anguita González y Carlos Castilla del Pino. El acto se cerró con un breve concierto de Maite García (arpa) y Laura Llorca (flauta).

Obras

Ágora silenciosa Córdoba
El filósofo en su silencio Córdoba
Tiempo de desaliento
La misa de Andrés Bruma Sevilla
Fondos de la ironía
Madrugadas de las dos orillas

Obras inéditas

La máscara bajo la piel: extractos
¿Quién de los dos?: extractos

Sus obras, de “Ágora silenciosa”, que junto con “Fondos de la ironía” y “Madrugadas de las dos orillas”, forman la trilogía “Tiempo de desaliento”. Trilogía que recoge su experiencia de la Guerra Civil y de aquel “período interminable de rostro desdibujado y letal que fue la paz del vencedor”.





ÁGORA SILENCIOSA (Extractos)


A la memoria de mi maestro MODOALDO GARRIDO DÍEZ, muerto en Córdoba, en el amanecer del día 10 de agosto de 1936. 
Fuiste insigne por naturaleza, y cuando te destruyeron nos quedó de tu palabra un gran 
deseo. 





«Donde hacen la soledad, 
 a eso llaman paz».

TÁCITO (Historias)

«Oh tiempo, que ves pasar todos 
los destinos humanos, dolor y 
alegría, la suerte a la que hemos 
sucumbido, anúnciala a la 
eternidad». 

EPITAFIO A LOS GUERREROS ATENIENSES 
MUERTOS EN LA BATALLA DE QUERONEA 

«El hecho de sentirse privilegiados 
une al hombre de espíritu y a su 
protector aun a pesar de su mutuo 
menosprecio». 

W. JAEGER, «La política de la cultura de 
los tiranos».




La acción se desarrolla en un lugar imaginario próximo a la fertilidad de una cuenca,
donde confluyen corrientes milenarias del espíritu. 
País de colinas sagradas y mármoles antiguos en cuyas blancas aristas reverbera la luz fríos cristales de agua. Llanuras de palpitante soledad donde la arena cristaliza y crecen, sin aroma, las rosas del desierto; donde el azul de sus cielos diurnos y la vivaz llamarada de sus astros se unen al aire cristalino que limpia la llanura en la que cualquier partícula de polvo parece brizna de metal. 
Es un pueblo extrañamente destinado para alumbrar al mundo el milagro del pensamiento humano. País de hombres que fueron más allá de la forma de las cosas, y que inventaron seriamente la risa. 
Tierra de la ironía sobre cuya extensión se hizo difícil la magia y la esperanza. 



PRÓLOGO 

EL SUEÑO DE DIÓMEDES 

ESCENA I 

Diómedes reposa en el grato silencio de la estancia. Leve es la luz. 
Los pulsos escanden el paso de las horas, y Láquesis, dulcemente, devana la madeja. Y es, entonces, cuando Diómedes se incorpora del lecho como impulsado por la melancolía. Crece la inquietud para derrota del sosiego. Por los tránsitos de piedra que rodean la estancia se siente el blando volar de fatídicas aves que amaitinan, buscando, entre las sombras. 
Diómedes ha creído escuchar gritos distantes que ascienden hasta él desde los bajos fondos de la noche; hay un oscuro clamor de metales antiguos, resonancias de sangre de la Historia. Después de un prolongado silencio, una tuba helicón lanza la señal sobre los montes bermejos, sobre el silencio mineral de los declives, advirtiendo a la ciudad -por si en el sueño se le hubiera olvidado- que vive vigilada. 

VOCES VELADAS ENTRE LA NIEBLA DEL SUEÑO.

 ¡Diómedes! ¡Diómedes! 
(Distante y apagado). 

 ¡Diómedes! 
(Breve silencio)


¡Qué bien se aviene ahora 
 tu descanso indolente 
 cobardemente hundido 
sobre el oscuro fondo 
de la noche! 
Tú, que fuiste llamado 
¡hijo de la arrogancia! 
y señor de tus días, 
cuya voz levantaba 
 su apogeo 
bajo el ardiente sol 
 de la mañana, 
te escondes de la luz 
de la que fuiste hijo 
y te cubres el rostro 
evitando el fragor 
de tu memoria. 
¿Por qué huyes de ti? 
¿Por qué te ocultas tu 
 imagen verdadera? 
Vuelve sobre tus pasos 
 y contempla 
los tránsitos lejanos 
 de tu vida 
donde quizá encuentres 
la razón esencial 
 de tu memoria, 
abierta como una vieja herida 
 sin remedio. 


DIÓMEDES. Como hijo de Lacides 
 y nieto de Agrimanto 
se apoderó de mí 
la pasión por la tierra. 
Pude haber sido 
 como ellos, 
pude haber cancelado 
 mi existencia 
en el regazo de los montes 
y en los surcos feraces, 
 dilatados, 
porque los dioses me asignaron 
 un destino pacífico, 
un transcurrir callado 
de envejecido río 
que descansa 
en la anchurosa mar, serenamente. 
Aquel tiempo, 
de voces ya perdidas 
en los ríos del alba, 
me habita la memoria. 
¡Ay, la cumbre celeste 
coronando silencios 
 de la nieve! 
Eolias codiciado 
por los australes vientos 
 de la aurora, 
a cuya lejanía 
-cómplice de los sueños- 
el corazón volaba. 
Llevados por rumores 
 de esquilas 
-párpado vegetal-, 
apacentaban los esclavos. 
Las abejas 
bordoneaban la dulzura, 
y áspera la cigarra 
horadaba la tarde 
con sus hirientes solos. 
Y era entonces, 
cuando yo me volvía 
-con instinto de ala 
 que regresa- 
hacia el umbral seguro 
donde habitaba el Alma:
¡benéfica y marchita!, 
con la sobria costumbre 
de ocultarnos a todos su tristeza, 
árbol frondoso de los años, 
a cuya sombra protectora 
se confiaron siempre 
los cofres del recuerdo 
que guardaban intacto 
-como en vasos sagrados- 
un tiempo ya perdido 
que pudo eternizarse 
 en su presencia. 
Pero llegó el momento 
-¡ay madre arrebatada!- 
en que vuelves tu rostro 
 hacia las sombras. 
Y hubo un oscuro clamor 
interminable 
por las frías riberas de tu ausencia, 
donde, piedra enlutada, tus ojos 
levantaron templos para la noche. 
Y de lemuria nenias 
 se ofrendaron 
al sombrío esplendor 
 de tu silencio. 
Y de lemuria, llantos. 
Y de lemuria, cárdenos los mantos 
¡Ay muerte, oscuramente tierna, 
pesadumbre del mundo 
tu incansable afanar 
sobre las rosas lívidas! 
¡Ay nostalgia de boreales vientos 
que envolvieron el apogeo insigne 
 de la piedra, 
hoy yacente y humilde, derrotada, 
-plinto para una alondra a ras del suelo- 
que impasible miraba el paso 
 inexorable 
de un destino cumplido, 
hundido ya en la noche 
 que se anuncia! 
CORO. Un destino truncado por tu mano. 
 ¿Qué has hecho de tus días, 
 Diómedes? 
Deshabitado ya por ti 
el río de tu estirpe, 
resecas ya sus piedras, 
 no tendrás, 
junto a tu lecho último 
quien recoja 
tu quebrada palabra 
ni quien te ampare 
 el rostro 
con la blanca piedad 
del lino mortuorio. 
¿Dónde está la esperanza 
 de tu origen? 
Quedaron por nacer 
 aquellos brazos 
que hubieran seguido 
 la costumbre 
de cultivar la tierra 
y cambió sin remedio, 
con su muerte 
 -¡madre yacente!- 
 tu destino pacífico. 

DIÓMEDES. En lugar de los surcos 
 y su calma 
 se apoderó de mí 
 el eco de los mármoles. 
CORO. Fue un momento trivial, 
 y doloroso, 
 cuando cambió el signo 
 de tu vida.

DIÓMEDES. ¡Toda pasión 
 por el conocimiento es buena! 
CORO. Pero a ti te arrastraron 
 las palabras. 

DIÓMEDES. El hombre es, sobre todo, 
 ardiente voz 
 que cruza por el ágora. 
CORO. Creciste demasiado en la ironía, 
 y el eco de los mármoles 
 fue la embriaguez de tu existencia. 

DIÓMEDES. Los frutos de la razón y de la mente 
 pueden también 
 ser útiles al hombre. 
 Yo pensé en mi ciudad 
 ¡y en la justicia! 
CORO. ¿Por qué mientes, Diómedes? 
 ¡Cómo te engañas! 

DIÓMEDES. ¿Ponéis algún reparo? 
 Porque presumo... 
 que me estáis acusando. 
CORO. Fuiste la encarnación 
 del pensamiento puro, 
 apartado del hombre 
 y sus afanes, 
 porque sólo atendías 
 a tu universo íntimo, doliente, 
 y al desorden secreto de tu vida. 

DIÓMEDES. Parece que se olvida 
 aquello que nadie ha repetido: 
 ¡yo di la libertad a mis esclavos! 

CORO. Acaso necesitas recordarlo. 
 Quizá te tranquiliza un hecho tan confuso. 

DIÓMEDES. Fue algo muy concreto, innegable.

CORO. Únicamente perseguías 
 un gesto llamativo 
 que pudiera servirte en tu deseo 
 de influir sobre ilotas 
 y de poner tu nombre 
 en boca de extranjeros 
 como si fueras un arconte 
 que el pueblo reclamara. 
 En sueños germinabas 
 una revuelta peligrosa... 
 ¡sólo era en sueños! 

DIÓMEDES. Yo compuse un tratado 
 acerca de la ciudad perfecta, 
 y di la libertad a mis esclavos. 

CORO. Sin duda, lo presentas 
 como si se tratara 
 de un hecho generoso, 
 pero no fue otra cosa 
 que apartar de tu casa 
 y de tu vista 
 a quienes despreciabas. 

DIÓMEDES. Acogieron, felices, 
 aquella libertad 
 que jamás esperaron.

CORO. En realidad, 
 ¿por qué te engañas? 
 preferiste, entonces, 
 que tu casa se quedara desierta, 
 cuando ella, ¡prónuba de tus días!, 
 se alejó para siempre 
 bajo la piedra insomne ¡alondra 
 de su nombre 
 derrotado en el alba! 

DIÓMEDES. Nunca he negado 
 que en soledad escancié 
 los vinos más amargos. 

CORO. Pero has presentado 
 tus motivos 
 como si hubieras servido 
 a la ciudad 
 heroicamente. 

DIÓMEDES. Nadie puede negar 
 que me arrojé con ímpetu 
 al ámbito del ágora, 
 y me opuse a las leyes 
 que eupátridas injustos 
 hicieron decretar 
 a los Arcontes. 

CORO. Tu casa era un desierto 
 y te volviste 
 a los enfrentamientos, 
 huyendo 
 del larario apagado 
 donde la soledad 
 era una diosa esquiva. 

DIÓMEDES. No alcanzo a comprender 
 vuestro reproche, 
 pues cada uno marcha 
 por caminos 
 donde la pesadumbre 
 es llevadera. 

CORO. Pero llegó aquel tiempo 
 en que fuimos 
 duramente probados. 
 Y, ¿dónde estabas tú, 
 Diómedes ardiente?, 
 cuya voz poderosa 
 cruzaba por el ágora 
 como el batir de alas. 
 Te buscaron tus fieles, 
 sin descanso, 
 y nunca te encontraron.

DIÓMEDES. Hacía mucho tiempo 
 que todos mis discípulos 
 me habían abandonado. 
CORO. ¿Te confundes acaso? 
 ¿O te conviene hacerlo? 

DIÓMEDES. Sutiles adversarios arruinaron mi escuela. 
 Mis discípulos descubrieron, entonces, 
 que mi doctrina acumulaba errores. 
 Hoy viven bien, dejándole a las águilas 
 aquella libertad de que gozaban. 

CORO. Te confundes sin duda. 
 Pues antes de que esto ocurriera 
 ya habías cruzado 
 la distancia, 
 donde celeste el mar peina sus ondas 
 como delfines; 
 y cuando thánatos sombría 
 azotó 
 la llanura, tú estabas ya muy lejos, 
 en otras tierras calmas, 
 descifrando papiros junto al Nilo, 
 sobre cuyas riberas 
 lamento funeral llevan los vientos. 

DIÓMEDES. Anduve aquellas tierras 
 atraído 
 por el arte secreto 
 de conservar los cuerpos. 

CORO. Un deseo de saber muy oportuno, 
 pues poco antes 
 intentabas los modos 
 de Anarcasis el escita 
 en el libre decir 
 y en valentía. 
 Pero no te halagaba 
 el repetir su fin, 
 ¡tan lamentable!, 
 de morir por un dardo atravesado. 

DIÓMEDES. La prudencia corona 
 la aspiración del sabio 
 por modesto que sea. 

CORO. Tu regreso fue lento. 
 Thánatos parecía 
 perder su vocación, 
 por la fatiga, 
 de matar sin descanso. 
 Y volviste prudente 
 con Ruma, tu adoptivo, 
 buscando en las ruinas 
 de tu casa, 
 que fueran el asiento 
 del pórtico rehecho 
 de tu vida. 
 Después, 
 ¡tú bien lo sabes!, 
 te ofreciste a Panta 
 que se quedó cautivo 
 en la torre de la luz 
 de tus poemas. 
 El sabía 
 por Píndaro advertido 
 «que las palabras 
 duran más que los hechos», 
 «que las grandes hazañas 
 necesitan cantores» 
 que depuren su infamia 
 y las rescaten del olvido 
 con que el tiempo acostumbra 
 a borrar los sucesos. 
 Y frente a él 
 -teñido aún de púrpura caliente- 
 le ofreciste el oro 
 de tus viejos preludios 
 campesinos, 
 la mirra de tu voz 
 -como un incienso tierno 
 y desgranado-. 
 Le ofreciste también 
 tu miedo, 
 tu angustia 
 y la miseria 
 de no saber 
 quién eras, 
 realmente, 
 cuando te viste 
 convertido: 
 ¡eólico cristal!, 
 ¡mélico puro!, 
 ¡cantor de oficio 
 en la llanura pánica!, 
 al servicio de Uno 
 y su familia. 

DIÓMEDES. ¿Por qué tanto rigor? 
 ¿Cómo es posible? 
 ¡Oh, Moiras, hermanas de las Horas!, 
 si mi destino ha de seguir 
 sin pausa 
 su caminar adverso 
 ¿qué motivo detiene 
 vuestra mano 
 para cortar el hilo 
 de mi existir doliente? 

CORO. Quizá no esté cumplido 
 el tiempo señalado, 
 y has de esperar, 
 paciente, 
 siguiendo tu costumbre 
 de escanciar, solitario, 
 los vinos más amargos. 

DIÓMEDES. (Violento) 
 ¿Quién se atreve a juzgarme 
 sin admitir defensa? 
 ¿Quién eres tú, despiadado enemigo 
 que perturbas mi sueño? 
(Pausa) 
 ¿Te callas? 
(Pausa) 
 ¿Por qué motivo enmudeces 
 ahora? 

CORO. ¡Porque yo no soy nadie! 
 Estás solo en tu casa. 
 Ni siquiera está Ruma 
 que se escapó en la noche, 
 siguiendo su costumbre, 
 y derrama su aliento 
 sobre el mundo. 
 Y han sido tus recuerdos. 
 Ha sido 
 tu memoria incansable, 
 abierta 
 como una vieja herida, 
 quien perturbó tu sueño. 
 Estás solo, 
 ¡solo! 
 Únicamente soy 
 el eco de ti mismo, 
 tu voz 
 que ha rebotado 
 sobre el mármol 
 de tu casa desierta. 
 ¿Lo comprendes ahora? 
 ¡Diómedes! ¡Diómedes! 
 ¿Qué has hecho de tu vida?
(Es la madrugada. Entre la voz del viento en la 
 llanura, se escucha, levemente, el funeral lamento
 de la hiena). 

ESCENA II 

(Entra Ruma).

RUMA. ¡Diómedes! ¡Diómedes! ¡Despiértate!

DIÓMEDES. ¿Por qué me impides el descanso? 

RUMA. Escuché que gritabas y he comprendido que Oniro, 
con malos sueños, te maltrata 

DIÓMEDES. Porque la noche, ¡dulce hermana de Erebo!, ya sólo es 
una puerta que se abre a mis años perdidos. 

RUMA. ¡Aparta de ellos tu mirada! 

DIÓMEDES. ¿Y cómo podría hacerlos si la melancolía me lo 
impide? 

(Excitado). 

 En cambio, para ti la noche es confidente de ~ tu vida. 
El camino propicio a tu derroche. ¿De dónde vienes a 
estas horas? 

RUMA. Me subí tus caballos desde el río. Por una causa 
extraña, se niegan a beber durante el día. 

DIÓMEDES. ¡Mi discurso de Creto está esperando! Y mientras tú 
llegabas me dominó el cansancio. ¡No perdamos más 
tiempo! ¡Marchémonos al Agora! 

RUMA. ¿A estas horas, Diómedes? 

DIÓMEDES. Serán las más propicias para escuchar si tu voz, 
poderosa, se aviene con agrado al eco de los 
mármoles. 

 (Ruma, esclavo, hace un gesto de impaciencia 

ante la idea de marchar a estas horas al ámbito del
Agora para ensayar el discurso inspirado que 
Diómedes ha compuesto con motivo de la divinización
de Creto). 


OSCURO





No hay comentarios:

Publicar un comentario